El Mensaje de la Sangre

Era un nombre de varón, breve y sonoro. Un nombre que, con sólo pronunciarlo, evoca imágenes de los cuentos árabes de Las mil y una noches. Un nombre que hace pensar en la Mezquita de Omar, y en aquel Califa del mismo nombre que quemó la Biblioteca de Alejandría por contener libros contrarios a la fe musulmana. El nombre era «Omar».
Sin embargo, en este caso el nombre «Omar» estaba escrito con sangre humana en la pared de una costosa residencia de Mougin en la Costa Azul. Lo había escrito la millonaria Ghislaine Marchal, herida de muerte por su jardinero Omar Raddad. Ese solo nombre, escrito con sangre, fue prueba suficiente para arrestar y condenar al jardinero. Los diarios franceses que dieron cuenta del suceso lo llamaron «El mensaje de la sangre». Y en verdad, fue todo un mensaje, y toda una acusación, escrito con la sangre de una víctima inocente.
Si hay un elemento en el cuerpo humano que por sí solo posee elocuencia, es la sangre. La literatura universal menciona infinidad de veces la sangre: «sangre ardiente», «sangre heroica», «sangre inocente». Incluso, de un buen caballo de carreras se dice que es «de pura sangre».
La Biblia trata sobre dos sangres que tienen un mensaje extraordinario para la humanidad. Son ellas la sangre de Abel y la sangre de Cristo. Ninguna otra sangre tiene tanta elocuencia y tanto significado.
La sangre de Abel —dice la Biblia—, la primera víctima del odio religioso, «reclama justicia» (Génesis 4:10). En cambio, la sangre de Cristo «limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7). La sangre de Abel, el justo, pide venganza; la sangre de Cristo, el Salvador, pide perdón para toda la humanidad.
Si no comprendemos el propósito del sacrificio de Cristo, tampoco podremos entender la razón por la que vinimos a este mundo. Todos hemos venido a este mundo para vivir, es decir, para cumplir en vida el propósito de haber nacido. Con Cristo fue todo lo contrario. Él cumplió el propósito de su venida con su muerte. De sí mismo Él dijo: «El Hijo del Hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos» (Mateo 20:28).
La muerte de Cristo, el derramamiento de su preciosa sangre, fue el único propósito de su encarnación. Él vino para morir en expiación por nuestros pecados. Somos eternamente salvos mediante su muerte. Nuestra salvación descansa en la muerte de Cristo. Aceptemos ese favor divino. Él murió por nosotros

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